muñeca reina cuento
terror

Hoy se conmemora un año mas del nacimiento de Carlos Fuentes , reconocido escritor y uno de los mas grandes exponentes de la literatura hispanoamericana.

Autor de obras como 'La muerte de Artemio Cruz', 'Aura' y 'Terra Nostra' , tambien fue una figura politica mexicana y en 1975.

Carlos Fuentes es destacado por sus cuentos de terror, relatos cortos sobrenaturales que lleva al lector a vivir situaciones de perturbacion y pesadilla.

Es por eso que, para rendirle homenaje por su 85 ° aniversario de nacimiento, NetJoven comparte contigo el cuento de terror Carlos Fuentes: **'La mu ñeca reina'. **

Milagros Legay / NetJoven

**La mu ñeca reina **

'Vine porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su existencia. La encontr e en un libro olvidado cuyas paginas habian reproducido un espectro de la caligrafia infantil. Estaba acomodando, despues de mucho tiempo de no hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en las estanterias mas altas, no fueron leidos durante mucho tiempo. Tanto, que el filo de las hojas se habia granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas cayo una mezcla de polvo de oro y escama grisacea, evocadora del barniz que cubre ciertos cuerpos entrevistos primero en los sueños y despues en la decepcionante realidad de la primera funcion de ballet a la que somos conducidos. Era un libro de mi infancia -acaso de la de muchos niños- y relataba una serie de historias ejemplares mas o menos truculentas que poseian la virtud de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para preguntarles, una y otra vez, ¿por que? Los hijos que son desagradecidos con sus padres, las mozas que son raptadas por caballerangos y regresan avergonzadas a la casa, asi como las que de buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio de una hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha mas dulce y adolorida de la familia amenazada, ¿por que? No recuerdo las respuestas. Solo se que de entre las paginas manchadas cayo, revoloteando, una tarjeta blanca con la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aqui como te lo divujo.

Y detr as estaba ese plano de un sendero que partia de la X que debia indicar, sin duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la educacion prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas leyendo libros que, si no fueron escritos por mi, me lo parecian: ¿como iba a dudar que solo de mi imaginacion podian surgir todos esos corsarios, todos esos correos del zar, todos esos muchachos, un poco mas jovenes que yo, que bogaban el dia entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes rios americanos? Prendido al brazo de la banca como a un arzon milagroso, al principio no escuche los pasos ligeros que, despues de correr sobre la grava del jardin, se detenian a mis espaldas. Era Amilamia y no supe cuanto tiempo me habria acompañado en silencio si su espiritu travieso, cierta tarde, no hubiese optado por hacerme cosquillas en la oreja con los vilanos de un amargon que la niña soplaba hacia mi con los labios hinchados y el ceño fruncido.

Pregunt o mi nombre y despues de considerarlo con el rostro muy serio, me dijo el suyo con una sonrisa, si no candida, tampoco demasiado ensayada. Pronto me di cuenta que Amilamia habia encontrado, por asi decirlo, un punto intermedio de expresion entre la ingenuidad de sus años y las formas de mimica adulta que los niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la presentacion y la despedida. La gravedad de Amilamia, mas bien, era un don de su naturaleza, al grado de que sus momentos de espontaneidad, en contraste, parecian aprendidos. Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesion de imagenes fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o como en verdad se movia, ligera, interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar. Debo recordarla detenida para siempre, como en un album. Amilamia a lo lejos, un punto en el lugar donde la loma caia, desde un lago de treboles, hacia el prado llano donde yo leia sentado sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes y una mano que me saludaba desde alla arriba. Amilamia detenida en su carrera loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de florecillas apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca abierta y los ojos entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la niña lloraba de gusto. Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto para que yo me acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor entre las manos: los petalos de un amento que, descubri mas tarde, no crecia en este jardin, sino en otra parte, quizas en el jardin de la casa de Amilamia, pues la unica bolsa de su delantal de cuadros azules venia a menudo llena de esas flores blancas. Amilamia viendome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me pregunto que cosa leia, como si pudiese adivinar en mis ojos las imagenes nacidas de las paginas. Amilamia riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacia girar sobre mi cabeza y ella parecia descubrir otra perspectiva del mundo en ese vuelo lento. Amilamia dandome la espalda y despidiendose con el brazo en alto y los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que adoptaba alrededor de mi banca: colgada de cabeza, con las piernas al aire y los calzones abombados; sentada sobre la grava, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el menton; recostada sobre el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas de los arboles, dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los barrotes de la banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el horizonte mas alla de la colina, canturreando con los ojos cerrados, imitando las voces de pajaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo para mi, y sin embargo, nada. Era su manera de estar conmigo, todo esto que recuerdo, pero tambien su manera de estar a solas en el parque. Si; quizas la recuerdo fragmentariamente porque mi lectura alternaba con la contemplacion de la niña mofletuda, de cabello liso y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño quemado. Y solo hoy pienso que Amilamia, en ese momento, establecia el otro punto de apoyo para mi vida, el que creaba la tension entre mi propia infancia irresuelta y el mundo abierto, la tierra prometida que empezaba a ser mia en la lectura.

Entonces no. Entonces so ñaba con las mujeres de mis libros, con las hembras -la palabra me trastornaba- que asumian el disfraz de la Reina para comprar el collar en secreto, con las invenciones mitologicas -mitad seres reconocibles, mitad salamandras de pechos blancos y vientres humedos- que esperaban a los monarcas en sus lechos. Y asi, imperceptiblemente, pase de la indiferencia hacia mi compañia infantil a una aceptacion de la gracia y gravedad de la niña, y de alli a un rechazo impensado de esa presencia inutil. Acabo por irritarme, a mi que ya tenia catorce años, esa niña de siete que no era, aun, la memoria y su nostalgia, sino el pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una flaqueza. Juntos habiamos corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos habiamos sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con celo en la bolsa del delantal. Juntos habiamos fabricado barcos de papel para seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa tarde, cuando juntos rodamos por la colina, en medio de gritos de alegria, y al pie de ella caimos juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello de la niña en mis labios, y senti su jadeo en mi oreja y sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi cuello, le retire con enojo los brazos y la deje caer. Amilamia lloro, acariciandose la rodilla y el codo heridos, y yo regrese a mi banca. Luego Amilamia se fue y al dia siguiente regreso, me entrego el papel sin decir palabra y se perdio, canturreando, en el bosque. Dude entre rasgar la tarjeta o guardarla en las paginas del libro. Las tardes de la granja. Hasta mis lecturas se estaban infantilizando al lado de Amilamia. Ella no regreso al parque. Yo, a los pocos dias, sali de vacaciones y despues regrese a los deberes del primer año de bachillerato. Nunca la volvi a ver.

_ _

II

Y ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fant astica y por ser real es mas dolorosa, regreso a ese parque olvidado y, detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera dar cabida al oleaje de la imaginacion. Pues aqui habian nacido, hablado y muerto Strogoff y Huckleberry, Milady de Winter y Genoveva de Brabante: en un pequeño jardin rodeado de rejas mohosas, plantado de escasos arboles viejos y descuidados, adornado apenas con una banca de cemento que imita la madera y que me obliga a pensar que mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde, nunca existio o era parte de mi ordenado delirio retrospectivo. Y la colina... ¿Como pude creer que era eso, el promontorio que Amilamia bajaba y subia durante sus diarios paseos, la ladera empinada por donde rodabamos juntos? Apenas una elevacion de zacate pardo sin mas relieve que el que mi memoria se empeñaba en darle.

Me buscas aqu i como te lo divujo. Entonces habria que cruzar el jardin, dejar atras el bosque, descender en tres zancadas la elevacion, atravesar ese breve campo de avellanos -era aqui, seguramente, donde la niña recogia los petalos blancos-, abrir la reja rechinante del parque y subitamente recordar, saber, encontrarse en la calle, darse cuenta de que todas aquellas tardes de la adolescencia, como por milagro, habian logrado suspender los latidos de la ciudad circundante, anular esa marea de pitazos, campanadas, voces, llantos, motores, radios, imprecaciones: ¿cual era el verdadero iman: el jardin silencioso o la ciudad febril? Espero el cambio de luces y paso a la otra acera sin dejar de mirar el iris rojo que detiene el transito. Consulto el papelito de Amilamia. Al fin y al cabo, ese plano rudimentario es el verdadero iman del momento que vivo, y solo pensarlo me sobresalta. Mi vida, despues de las tardes perdidas de los catorce años, se vio obligada a tomar los cauces de la disciplina y ahora, a los veintinueve, debidamente diplomado, dueño de un despacho, asegurado de un ingreso modico, soltero aun, sin familia que mantener, ligeramente aburrido de acostarme con secretarias, apenas excitado por alguna salida eventual al campo o a la playa, carecia de una atraccion central como las que antes me ofrecieron mis libros, mi parque y Amilamia. Recorro la calle de este suburbio chato y gris. Las casas de un piso se suceden monotonamente, con sus largas ventanas enrejadas y sus portones de pintura descascarada. Apenas el rumor de ciertos oficios rompe la uniformidad del conjunto. El chirreo de un afilador aqui, el martilleo de un zapatero alla. En las cerradas laterales, juegan los niños del barrio. La musica de un organillo llega a mis oidos, mezclada con las voces de las rondas. Me detengo un instante a verlos, con la sensacion, tambien fugaz, de que entre esos grupos de niños estaria Amilamia, mostrando impudicamente sus calzones floreados, colgada de las piernas desde un balcon, afecta siempre a sus extravagancias acrobaticas, con la bolsa del delantal llena de petalos blancos. Sonrio y por vez primera quiero imaginar a la señorita de veintidos años que, si aun vive en la direccion apuntada, se reira de mis recuerdos o acaso habra olvidado las tardes pasadas en el jardin.

La casa es id entica a las demas. El porton, dos ventanas enrejadas, con los batientes cerrados. Un solo piso, coronado por un falso barandal neoclasico que debe ocultar los menesteres de la azotea: la ropa tendida, los tinacos de agua, el cuarto de criados, el corral. Antes de tocar el timbre, quiero desprenderme de cualquier ilusion. Amilamia ya no vive aqui. ¿Por que iba a permanecer quince años en la misma casa? Ademas, pese a su independencia y soledad prematuras, parecia una niña bien educada, bien arreglada, y este barrio ya no es elegante; los padres de Amilamia, sin duda, se han mudado. Pero quizas los nuevos inquilinos saben a donde.

Aprieto el timbre y espero. Vuelvo a tocar. Ésa es otra contingencia: que nadie este en casa. Y yo, ¿sentire otra vez la necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque ya no sera posible abrir un libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la tarjeta de Amilamia. Regresaria a la rutina, olvidaria el momento que solo importaba por su sorpresa fugaz.

Vuelvo a tocar. Acerco la oreja al port on y me siento sorprendido: una respiracion ronca y entrecortada se deja escuchar del otro lado; el soplido trabajoso, acompañado por un olor desagradable a tabaco rancio, se filtra por los tablones resquebrajados del zaguan.

-Buenas tardes. ¿Podria decirme...?

Al escuchar mi voz, la persona se retira con pasos pesados e inseguros. Aprieto de nuevo el timbre, esta vez gritando:

- ¡Oiga! ¡Ábrame! ¿Que le pasa? ¿No me oye?

No obtengo respuesta. Contin uo tocando el timbre, sin resultados. Me retiro del porton, sin alejar la mirada de las minimas rendijas, como si la distancia pudiese darme perspectiva e incluso penetracion. Con toda la atencion fija en esa puerta condenada, atravieso la calle caminando hacia atras; un grito agudo me salva a tiempo, seguido de un pitazo prolongado y feroz, mientras yo, aturdido, busco a la persona cuya voz acaba de salvarme, solo veo el automovil que se aleja por la calle y me abrazo a un poste de luz, a un asidero que, mas que seguridad, me ofrece un punto de apoyo para el paso subito de la sangre helada a la piel ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debia ser la de Amilamia. Alla, detras de la balaustrada, como lo sabia, se agita la ropa tendida. No se que es lo demas: camisones, pijamas, blusas, no se; yo veo ese pequeño delantal de cuadros azules, tieso, prendido con pinzas al largo cordel que se mece entre una barra de fierro y un clavo del muro blanco de la azotea.

_ _

III

En el Registro de la Propiedad me han dicho que ese terreno est a a nombre de un señor R. Valdivia, que alquila la casa. ¿A quien? Eso no lo saben. ¿Quien es Valdivia? Ha declarado ser comerciante. ¿Donde vive? ¿Quien es usted?, me ha preguntado la señorita con una curiosidad altanera. No he sabido presentarme calmado y seguro. El sueño no me alivio de la fatiga nerviosa. Valdivia. Salgo del Registro y el sol me ofende. Asocio la repugnancia que me provoca el sol brumoso y tamizado por las nubes bajas -y por ello mas intenso- con el deseo de regresar al parque sombreado y humedo. No, no es mas que el deseo de saber si Amilamia vive en esa casa y por que se me niega la entrada. Pero lo que debo rechazar, cuanto antes, es la idea absurda que no me permitio cerrar los ojos durante la noche. Haber visto el delantal secandose en la azotea, el mismo en cuya bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa vivia una niña de siete años que yo habia conocido catorce o quince antes... Tendria una hijita. Si. Amilamia, a los veintidos años, era madre de una niña que quizas se vestia igual, se parecia a ella, repetia los mismos juegos, ¿quien sabe?, iba al mismo parque. Y cavilando llego de nuevo hasta el porton de la casa. Toco el timbre y espero el resuello agudo del otro lado de la puerta. Me he equivocado. Abre la puerta una mujer que no tendra mas de cincuenta años. Pero envuelta en un chal, vestida de negro y con zapatos de tacon bajo, sin maquillaje, con el pelo estirado hasta la nuca, entrecano, parece haber abandonado toda ilusion o pretexto de juventud y me observa con ojos casi crueles de tan indiferentes.

- ¿Deseaba?

-Me env ia el señor Valdivia. -Toso y me paso una mano por el pelo. Debi recoger mi cartapacio en la oficina. Me doy cuenta de que sin el no interpretare bien mi papel.

- ¿Valdivia? -La mujer me interroga sin alarma; sin interes.

-S i. El dueño de la casa.

Una cosa es clara: la mujer no delatar a nada en el rostro. Me mira impavida.

-Ah s i. El dueño de la casa.

- ¿Me permite?...

Creo que en las malas comedias el agente viajero adelanta un pie para impedir que le cierren la puerta en las narices. Yo lo hago, pero la se ñora se aparta y con un gesto de la mano me invita a pasar a lo que debio ser una cochera. Al lado hay una puerta de cristal y madera despintada. Camino hacia ella, sobre los azulejos amarillos del patio de entrada, y vuelvo a preguntar, dando la cara a la señora que me sigue con paso menudo:

- ¿Por aqui?

La se ñora asiente y por primera vez observo que entre sus manos blancas lleva una camandula con la que juguetea sin cesar. No he vuelto a ver esos viejos rosarios desde mi infancia y quiero comentarlo, pero la manera brusca y decidida con que la señora abre la puerta me impide la conversacion gratuita. Entramos a un aposento largo y estrecho. La señora se apresura a abrir los batientes, pero la estancia sigue ensombrecida por cuatro plantas perennes que crecen en los macetones de porcelana y vidrio incrustado. Solo hay en la sala un viejo sofa de alto respaldo enrejado de bejuco y una mecedora. Pero no son los escasos muebles o las plantas lo que llama mi atencion. La señora me invita a tomar asiento en el sofa antes de que ella lo haga en la mecedora.

A mi lado, sobre el bejuco, hay una revista abierta.

-El se ñor Valdivia se excusa de no haber venido personalmente.

La se ñora se mece sin pestañear. Miro de reojo esa revista de cartones comicos.

-La manda saludar y...

Me detengo, esperando una reacci on de la mujer. Ella continua meciendose. La revista esta garabateada con un lapiz rojo.

-...y me pide informarle que piensa molestarla durante unos cuantos d ias...

Mis ojos buscan r apidamente.

-...Debe hacerse un nuevo aval uo de la casa para el catastro. Parece que no se hace desde... ¿Ustedes llevan viviendo aqui...?

S i; ese lapiz labial romo esta tirado debajo del asiento. Y si la señora sonrie lo hace con las manos lentas que acarician la camandula: alli siento, por un instante, una burla veloz que no alcanza a turbar sus facciones. Tampoco esta vez me contesta.

-... ¿por lo menos quince años, no es cierto...?

No afirma. No niega. Y en sus labios p alidos y delgados no hay la menor señal de pintura...

-... ¿usted, su marido y...?

Me mira fijamente, sin variar de expresi on, casi retandome a que continue. Permanecemos un instante en silencio, ella jugueteando con el rosario, yo inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas. Me levanto.

-Entonces, regresar e esta misma tarde con mis papeles...

La se ñora asiente mientras, en silencio, recoge el lapiz labial, toma la revista de caricaturas y los esconde entre los pliegues del chal.

IV

La escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras yo apunto cifras imaginarias en un cuaderno y finjo inter es en establecer la calidad de las tablas opacas del piso y la extension de la estancia, la señora se mece y roza con las yemas de los dedos los tres dieces del rosario. Suspiro al terminar el supuesto inventario de la sala y le pido que pasemos a otros lugares de la casa. La señora se incorpora, apoyando los brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora y ajustandose el chal a las espaldas estrechas y huesudas.

Abre la puerta de vidrio opaco y entramos a un comedor apenas m as amueblado. Pero la mesa con patas de tubo, acompañada de cuatro sillas de niquel y hulespuma, ni siquiera poseen el barrunto de distincion de los muebles de la sala. La otra ventana enrejada, con los batientes cerrados, debe iluminar en ciertos momentos este comedor de paredes desnudas, sin comodas ni repisas. Sobre la mesa solo hay un frutero de plastico con un racimo de uvas negras, dos melocotones y una corona zumbante de moscas. La señora, con los brazos cruzados y el rostro inexpresivo, se detiene detras de mi. Me atrevo a romper el orden: es evidente que las estancias comunes de la casa nada me diran sobre lo que deseo saber.

- ¿No podriamos subir a la azotea? -pregunto-. Creo que es la mejor manera de cubrir la superficie total.

La se ñora me mira con un destello fino y contrastado, quizas, con la penumbra del comedor.

- ¿Para que? -dice, por fin-. La extension la sabe bien el señor... Valdivia...

Y esas pausas, una antes y otra despu es del nombre del propietario, son los primeros indicios de que algo, al cabo, turba a la señora y la obliga, en defensa, a recurrir a cierta ironia.

-No s e -hago un esfuerzo por sonreir-. Quizas prefiero ir de arriba hacia abajo y no... -mi falsa sonrisa se va derritiendo-... de abajo hacia arriba.

-Usted seguir a mis indicaciones -dice la señora con los brazos cruzados sobre el regazo y la cruz de plata sobre el vientre oscuro.

Antes de sonre ir debilmente, me obligo a pensar que en la penumbra mis gestos son inutiles, ni siquiera simbolicos. Abro con un crujido de la pasta el cuaderno y sigo anotando con la mayor velocidad posible, sin apartar la mirada, los numeros y apreciaciones de esta tarea cuya ficcion -me lo dice el ligero rubor de las mejillas, la definida sequedad de la lengua- no engaña a nadie. Y al llenar la pagina cuadriculada de signos absurdos de raices cuadradas y formulas algebraicas, me pregunto que cosa me impide ir al grano, preguntar por Amilamia y salir de aqui con una respuesta satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la certeza de que por ese camino, si bien obtendria un respuesta, no sabria la verdad. Mi delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la calle no me detendria a contemplar, pero que en esta casa de mobiliario ramplon y habitantes ausentes, deja de ser un rostro anonimo de la ciudad para convertirse en un lugar comun del misterio Tal es la paradoja, y si las memorias de Amilamia han despertado otra vez mi apetito de imaginacion seguire las reglas del juego, agotare las apariencia y no reposare hasta encontrar la respuesta -quiza simple y clara, inmediata y evidente- a traves de los inesperados velos que la señora del rosario tiende en mi camino. ¿Le otorgo a mi anfitriona renuente una extrañeza gratuita? Si es asi, solo gozare mas en los laberintos de mi invencion. Y la moscas zumban alrededor del frutero, pero se posan sobre ese punto herido del melocoton, ese trozo mordisqueado -me acerco con el pretexto de mis notas- por unos dientecillos que han dejado su huella en la piel aterciopelada y la carne ocre de la fruta. No miro hacia donde esta la señora. Finjo que sigo anotando. La fruta parece mordida pero no tocada. Me agacho para verla mejor, apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los labios como si quisiera repetir el acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y veo otra huella cerca de mi pies: la de dos llantas que me parecen de bicicleta, dos tiras de goma impresas sobre el piso de madera despintada que llegan hasta el filo de la mesa y luego se retiran, cada vez mas debiles, a lo largo del piso, hacia donde esta la señora...

Cierro mi libro de notas.

-Continuemos, se ñora.

Al darle la cara, la encuentro de pie con las manos sobre el respaldo de una silla Delante de ella, sentado, tose el humo de su cigarrillo negro un hombre de espaldas cargadas y mirar invisible: los ojos est an escondidos por esos parpados arrugados, hinchados, gruesos y colgantes similares a un cuello de tortuga vieja, que no obstante parece seguir mis movimientos. Las mejillas mal afeitadas, hendidas por mil surcos grises, cuelgan de los pomulos salientes y las manos verdosas estan escondidas entre las axilas: viste una camisa burda, azul, y su pelo revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de barco cubierto de caramujos. No se mueve y el signo real de su existencia es ese jadeo dificil (como si la respiracion debiera vencer los obstaculos de una y otra compuerta de flema, irritacion, desgaste) que ya habia escuchado entre los resquicios del zaguan.

Rid iculamente, murmuro: -Buenas tardes... -y me dispongo a olvidarlo todo: el misterio, Amilamia, el avaluo, las pistas. La aparicion de este lobo asmatico justifica un pronta huida. Repito "Buenas tardes", ahora en son de despedida. La mascara de la tortuga se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa carne parece fabricado de goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo se alarga y me detiene.

-Valdivia muri o hace cuatro años -dice el hombre con esa voz sofocada, lejana, situada en las entrañas y no en la laringe: una voz tipluda y debil.

Arrestado por esa garra fuerte, casi dolorosa, me digo que es in util fingir. Los rostros de cera y caucho que me observan nada dicen y por eso puedo, a pesar de todo, fingir por ultima vez, inventar que me hablo a mi mismo cuando digo:

-Amilamia...

S i: nadie habra de fingir mas. El puño que aprieta mi brazo afirma su fuerza solo por un instante, en seguida afloja y al fin cae, debil y tembloroso, antes de levantarse y tomar la mano de cera que le tocaba el hombro: la señora, perpleja por primera vez, me mira con los ojos de un ave violada y llora con un gemido seco que no logra descomponer el azoro rigido de sus facciones. Los ogros de mi invencion, subitamente, son dos viejos solitarios, abandonados, heridos, que apenas pueden confortarse al unir sus manos con un estremecimiento que me llena de verguenza. La fantasia me trajo hasta este comedor desnudo para violar la intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por algo que yo no tenia el derecho de compartir. Nunca me he despreciado tanto. Nunca me han faltado las palabras de manera tan burda. Cualquier gesto es vano: ¿voy a acercarme, voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de la señora, voy a pedir excusas por mi intromision? Me guardo el libro de notas en la bolsa del saco. Arrojo al olvido todas las pistas de mi historia policial: la revista de dibujos, el lapiz labial, la fruta mordida, las huellas de la bicicleta, el delantal de cuadros azules... Decido salir de esta casa sin decir nada. El viejo, detras de los parpados gruesos, ha debido fijarse en mi. El resuello tipludo me dice:

- ¿Usted la conocio?

Ese pasado tan natural, que ellos deben usar a diario, acaba por destruir mis ilusiones. All i esta la respuesta. Usted la conocio. ¿Cuantos años? ¿Cuantos años habra vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente? ¿Cuando dejaron esos ojos grises y serios de asombrarse con el deleite de un jardin siempre solitario? ¿Cuando esos labios de hacer pucheros o de adelgazarse en aquella seriedad ceremoniosa con la que, ahora me doy cuenta, Amilamia descubria y consagraba las cosas de una vida que, acaso, intuia fugaz?

-S i, jugamos juntos en el parque. Hace mucho.

- ¿Que edad tenia ella? -dice, con la voz aun mas apagada, el viejo.

-Tendr ia siete años. Si, no mas de siete.

La voz de la mujer se levanta, junto con los brazos que parecen implorar:

- ¿Como era, señor? Diganos como era, por favor...

Cierro los ojos. -Amilamia tambi en es mi recuerdo. Solo podria compararla a las cosas que ella tocaba, traia y descubria en el parque. Si. Ahora la veo, bajando por la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevacion de zacate. Era una colina de hierba y Amilamia habia trazado un sendero con sus idas y venidas y me saludaba desde lo alto antes de bajar, acompañada por la musica, si, la musica de mis ojos, las pinturas de mi olfato, los sabores de mi oido, los olores de mi tacto... mi alucinacion... ¿me escuchan?... bajaba saludando, vestida de blanco, con un delantal de cuadros azules... el que ustedes tienen tendido en la azotea...

Toman mis brazos y no abro los ojos.

- ¿Como era, señor?

-Ten ia los ojos grises y el color del pelo le cambiaba con los reflejos del sol y la sombra de los arboles...

Me conducen suavemente, los dos; escucho el resuello del hombre, el golpe de la cruz del rosario contra el cuerpo de la mujer...

-D iganos, por favor...

-El aire la hac ia llorar cuando corria; llegaba hasta mi banca con las mejillas plateadas por un llanto alegre...

No abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco, ocho, nueve, doce pelda ños. Cuatro manos guian mi cuerpo.

- ¿Como era, como era?

-Se sentaba bajo los eucaliptos y hac ia trenzas con las ramas y fingia el llanto para que yo dejara mi lectura y me acercara a ella.

Los goznes rechinan. El olor lo mata todo: dispersa los dem as sentidos, toma asiento como un mogol amarillo en el trono de mi alucinacion, pesado como un cofre, insinuante como el crujir de una seda drapeada, ornamentado como un cetro turco, opaco como una veta honda y perdida, brillante como una estrella muerta. Las manos me sueltan. Mas que el llanto, es el temblor de los viejos lo que me rodea. Abro lentamente los ojos: dejo que el mareo liquido de mi cornea primero, en seguida la red de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por esa enorme batalla de perfumes, de vahos y escarchas de petalos casi encarnados, tal es la presencia de las flores que aqui, sin duda, poseen una piel viviente: dulzura del jaramago, nausea del asaro, tumba del nardo, templo de la gardenia: la pequeña recamara sin ventanas, iluminada por las uñas incandescentes de los pesados cirios chisporroteantes, introduce su rastro de cera y flores humedas hasta el centro del plexo y solo de alli, del sol de la vida, es posible revivir para contemplar, detras de los cirios y entre las flores dispersas, el cumulo de juguetes usados, los aros de colores y los globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas transparentes; los caballos de madera con las crines destrozadas, los patines del diablo, las muñecas despelucadas y ciegas, los osos vaciados de serrin, los patos de hule perforado, los perros devorados por la polilla, las cuerdas de saltar roldas, los jarrones de vidrio repletos de dulces secos, los zapatitos gastados, el triciclo -¿tres ruedas?; no; dos; y no de bicicleta; dos ruedas paralelas, abajo-, los zapatitos de cuero y estambre; y al frente, al alcance de mi mano, el pequeño feretro levantado sobre cajones azules decorados con flores de papel, esta vez flores de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes, pero como aquellas, las de la muerte, parte de un asativo que cocia todos los elementos de este invernadero funeral en el que reposa, dentro del feretro plateado y entre las sabanas de seda negra y junto al acolchado de raso blanco, ese rostro inmovil y sereno, enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con tintes de color de rosa: cejas que el mas leve pincel trazo, parpados cerrados, pestañas reales, gruesas, que arrojan una sombra tenue sobre las mejillas tan saludables como en los dias del parque. Labios serios, rojos, casi en el puchero de Amilamia cuando fingia un enojo para que yo me acercara a jugar. Manos unidas sobre el pecho. Una camandula, identica a la de la madre, estrangulando ese cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo impuber, limpio, docil.

Los viejos se han hincado, sollozando.

Yo alargo la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento el fr io de esas facciones dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos de esta camara real de la muerte. Porcelana, pasta y algodon. Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aqui como te lo divujo.

Aparto los dedos del falso cad aver. Mis huellas digitales quedan sobre la tez de la muñeca.

Y la n ausea se insinua en mi estomago, deposito del humo de los cirios y la peste del asaro en el cuarto encerrado. Doy la espalda al tumulo de Amilamia. La mano de la señora toca mi brazo. Sus ojos desorbitados no hacen temblar la voz apagada:

-No vuelva, se ñor. Si de veras la quiso, no vuelva mas.

Toco la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza del viejo, hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la escalera, a la sala, al patio, a la calle.

V

Si no un a ño, si han pasado nueve o diez meses. La memoria de aquella idolatria ha dejado de espantarme. He perdido el olor de las flores y la imagen de la muñeca helada. La verdadera Amilamia ya regreso a mi recuerdo y me he sentido, si no contento, sano otra vez: el parque, la niña viva, mis horas de lectura adolescente, han vencido a los espectros de un culto enfermo. La imagen de la vida es mas poderosa que la otra. Me digo que vivire para siempre con mi verdadera Amilamia, vencedora de la caricatura de la muerte. Y un dia me atrevo a repasar aquel cuaderno de hojas cuadriculadas donde apunte los datos falsos del avaluo. Y de sus paginas, otra vez, cae la tarjeta de Amilamia con su terrible caligrafia infantil y su plano para ir del parque a la casa. Sonrio al recogerla. Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de todo, aceptarian este regalo.

Me pongo el saco y me anudo la corbata, chiflando. ¿Por que no visitarlos y ofrecerles ese papel con la letra de la niña?

Me acerco corriendo a la casa de un piso. La lluvia comienza a caer en gotones aislados que hacen surgir de la tierra, con una inmediatez m agica, ese olor de bendicion mojada que parece remover los humus y precipitar las fermentaciones de todo lo que existe con una raiz en el polvo.

Toco el timbre. El aguacero arrecia e insisto. Una voz chillona grita: ¡Voy!, y espero que la figura de la madre, con su eterno rosario, me reciba. Me levanto las solapas del saco. Tambien mi ropa, mi cuerpo, transforman su olor al contacto con la lluvia. La puerta se abre.

- ¿Que quiere usted? ¡Que bueno que vino!

Sobre la silla de ruedas, esa muchacha contrahecha detiene una mano sobre la perilla y me sonr ie con una mueca inasible. La joroba del pecho convierte el vestido en una cortina del cuerpo: un trapo blanco al que, sin embargo, da un aire de coqueteria el delantal de cuadros azules. La pequeña mujer extrae de la bolsa del delantal una cajetilla de cigarros y enciende uno con rapidez, manchando el cabo con los labios pintados de color naranja. El humo le hace guiñar los hermosos ojos grises. Se arregla el pelo cobrizo, apajado, peinado a la permanente, sin dejar de mirarme con un aire inquisitivo y desolado, pero tambien anhelante, ahora miedoso.

-No, Carlos. Vete. No vuelvas m as.

Y desde la casa escucho, al mismo tiempo, el resuello tipludo del viejo, cada vez m as cerca:

- ¿Donde estas? ¿No sabes que no debes contestar las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del demonio! ¿Quieres que te azote otra vez?

Y el agua de la lluvia me escurre por la frente, por las mejillas, por la boca, y las peque ñas manos asustadas dejan caer sobre las losas humedas la revista de historietas.'

Comentarios

Inicia sesión para comentar