en agosto nos vemos gabriel garcia marquez

El pasado 17 de abril, fallecio uno de los mas grandes exponentes de la literatura latinoamericana, Gabriel Garc ia Marquez.

Escritor de obras como 'Cr onicas de una muerte anunciada' o 'Del amor y otros demonios' ha dejado un vacio en sus seguidores.

Por ello, la publicacion de 'En agosto nos vemos ', un manuscrito in edito del novelista recien fallecido, ha sido el mejor regalo que han podido recibir los amantes de la buena literatura en este D ia Internacional del Libro.

Este manuscrito fue circulado por el diario español La Vanguardia este martes y parece ser el primer capitulo de este titulo.

Es por eso que compartimos contigo esta primera parte de 'En agosto nos vemos'.

Volvi o a la isla el viernes 16 de agosto en el transbordador de las dos de la tarde. Llevaba una camisa de cuadros escoceses, pantalones de vaquero, zapatos sencillos de tacon bajo y sin medias, una sombrilla de raso y, como unico equipaje, un maletin de playa. En la fila de taxis del muelle fue directa a un modelo antiguo carcomido por el salitre. El chofer la recibio con un saludo de antiguo conocido y la llevo dando tumbos a traves del pueblo indigente, con casas de bahareque y techos de palma, y calles de arenas blancas frente a un mar ardiente. Tuvo que hacer cabriolas para sortear los cerdos impavidos y a los niños desnudos, que lo burlaban con pases de toreros. Al final del pueblo se enfilo por una avenida de palmeras reales, donde estaban las playas y los hoteles de turismo, entre el mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules. Por fin se detuvo en el hotel mas viejo y desmerecido.

El conserje la esperaba con las llaves de la unica habitacion del segundo piso que daba a la laguna. Subio las escaleras con cuatro zancadas y entro en el cuarto pobre con un fuerte olor de insecticida y casi ocupado por completo con la enorme cama matrimonial. Saco del maletin un neceser de cabritilla y un libro intenso que puso en la mesa de noche con una pagina marcada por el cortapapeles de marfil. Saco una camisola de dormir de seda rosada y la puso debajo de la almohada. Saco una pañoleta de seda con estampados de pajaros ecuatoriales, una camisa blanca de manga corta y unos zapatos de tenis muy usados, y los llevo al baño con el neceser.

Antes de arreglarse se quit o la camisa escocesa, el anillo de casada y el reloj de hombre que usaba en el brazo derecho, y se hizo abluciones rapidas en la cara para lavarse el polvo del viaje y espantar el sueño de la siesta. Cuando acabo de secarse sopeso en el espejo sus senos redondos y altivos a pesar de sus dos partos, y ya en las visperas de la tercera edad. Se estiro las mejillas hacia atras con los cantos de las manos para verse como habia sido de joven, y vio su propia mascara con los ojos chinos, la nariz aplastada, los labios intensos. Paso por alto las primeras arrugas del cuello, que no tenian remedio, y se mostro los dientes perfectos y bien cepillados despues del almuerzo en el transbordador. Se froto con el pomo del desodorante las axilas recien afeitadas y se puso la camisa de algodon fresco con las iniciales AMB bordadas a mano en el bolsillo. Se desenredo con el cepillo el cabello indio, largo hasta los hombros, y se hizo la cola de caballo con la pañoleta de pajaros. Para terminar, se suavizo los labios con el lapiz labial de vaselina simple, se humedecio los indices en la lengua para alisarse las cejas lineales, se dio un toque de su perfume amargo detras de cada oreja y se enfrento por fin al espejo con su rostro de madre otoñal. La piel, sin un rastro de cosmeticos, se defendia con su color original, y los ojos de topacio no tenian edad en los oscuros parpados portugueses. Se trituro a fondo, se juzgo sin piedad y se encontro casi tan bien como se sentia. Solo cuando se puso el anillo y el reloj se dio cuenta de su retraso: faltaban seis para las cinco. Pero se concedio un minuto de nostalgia para contemplar las garzas que planeaban inmoviles en el vapor ardiente de la laguna. Los nubarrones negros del lado del mar le aconsejaron la prudencia de llevar la sombrilla.

El taxi la esperaba bajo los platanales del portal. Se alej o por la avenida de palmeras hasta un claro de los hoteles donde habia un mercado popular al aire libre, y se detuvo en un puesto de flores. Una negra grande que hacia la siesta en una silla de playa desperto sobresaltada, reconocio a la mujer en el asiento posterior del automovil y le dio, entre risas y chacharas, el ramo de gladiolos que habia encargado para ella desde la mañana. Unas cuadras mas adelante el taxi torcio por un sendero apenas transitable que subia por una cornisa de piedras afiladas. A traves del aire enrarecido por el calor se veian los yates de placer alineados en la darsena del turismo, el trasbordador que se iba, el perfil remoto de la ciudad en la bruma del horizonte, el Caribe abierto.

En la cumbre de la colina estaba el cementerio triste de los pobres. Empuj o sin esfuerzo el porton oxidado, y entro con el ramo de flores en el sendero de tumulos tragados por la maleza, con escombros de ataudes y saldos de huesos calcinados por el sol. Las tumbas parecian iguales en el cementerio desamparado con una ceiba de grandes ramas en el centro. Las piedras afiladas hacian daño aun a traves de las suelas de caucho recalentado, y el sol duro se filtraba por el raso de la sombrilla. Una iguana surgio de los matorrales, se detuvo en seco frente a ella, la miro un instante y escapo en estampida.

Hab ia acabado de limpiar tres tumbas, y estaba exhausta y empapada de sudor cuando logro reconocer la lapida de marmol amarillento con el nombre de la madre y la fecha de su muerte, veintinueve años antes. Solia darle las noticias de la casa, la habia informado con datos confidenciales para que la ayudara a decidir si se casaba, y a los pocos dias creyo recibir su respuesta en un sueño que le parecio inequivoco y sabio. Algo semejante le habia ocurrido cuando el hijo estuvo dos semanas entre la vida y la muerte por un accidente de transito, solo que la respuesta no le llego en sueños, sino por la conversacion casual con una mujer que se le acerco en el mercado sin ningun motivo. No era supersticiosa, pero tenia la certeza racional de que la identificacion perfecta con su madre continuaba despues de su muerte. Asi que le hizo las preguntas del año, puso las flores en la tumba, y se fue convencida de recibir las respuestas el dia menos pensado.

Misi on cumplida: habia repetido aquel viaje por veintiocho años consecutivos cada 16 de agosto a la misma hora, en el mismo cuarto del mismo hotel, con el mismo taxi y la misma florista bajo el sol de fuego del mismo cementerio indigente, para poner un ramo de gladiolos frescos en la tumba de su madre. A partir de ese momento no tenia nada que hacer hasta las nueve de la mañana del dia siguiente, cuando salia el transbordador de regreso.

Se llamaba Ana Magdalena Bach, hab ia cumplido cincuenta y dos años de nacida y veintitres de un matrimonio bien avenido con un hombre que la amaba, y con el cual se caso sin terminar la carrera de letras, todavia virgen y sin noviazgos anteriores. Su padre fue un maestro de musica que seguia siendo director del Conservatorio Provincial a los ochenta y dos años, y su madre habia sido una celebre maestra de primaria montesoriana que, a pesar de sus meritos, no quiso ser nada mas hasta su ultimo aliento.

Ana Magdalena hered o de ella la esbeltez de los ojos amarillos, la virtud de las pocas palabras y la inteligencia para disimular el temple de su caracter. La voluntad de ser enterrada en la isla la habia expresado tres dias antes de morir. Ana Magdalena quiso acompañarla, desde el primer viaje, pero a nadie le parecio prudente, porque ella misma no creyo que pudiera sobrevivir a su congoja. Al primer aniversario, sin embargo, su padre la llevo a la isla para poner la lapida de marmol que estaban debiendole a la tumba. La asusto la travesia en una canoa con motor fuera de borda que demoro casi cuatro horas sin un instante de buena mar. Admiro las playas de harina dorada al borde mismo de la selva virgen, el alboroto atronador de los pajaros y el vuelo fantasmal de las garzas en el remanso de la laguna interior. Pero la deprimio la miseria de la aldea, donde tuvieron que dormir a la intemperie en una hamaca colgada entre dos cocoteros, y la cantidad de pescadores negros con el brazo mutilado por la explosion prematura de los tacos de dinamita. Por encima de todo, sin embargo, entendio la voluntad de su madre cuando vio el esplendor del mundo desde la cumbre del cementerio. Fue entonces cuando se impuso el deber de llevarle un ramo de flores todos los años mientras tuviera vida.

Agosto era el mes m as caluroso del año y la estacion de los aguaceros grandes, pero ella lo entendio como una obligacion de su vida privada que debia cumplir sin falta y siempre sola. Fue la unica condicion que le impuso a su hombre antes de casarse, y el tuvo la inteligencia de admitir que era algo ajeno a su poder.

As i que Ana Magdalena habia visto crecer año tras año los acantilados de cristal de los hoteles de turismo, habia pasado de las canoas de indios a las lanchas de motor, y de estas al transbordador, y creia tener motivos para sentirse como el nativo mas antiguo de la aldea.

Aquella tarde, cuando volvi o al hotel, se tendio en la cama sin mas ropas que las bragas de encajes y reanudo la lectura del libro que habia empezado durante el viaje. Era el Dracula original de Bram Stoker. Siempre fue una buena lectora. Habia leido con rigor lo que mas le gustaba, que eran las novelas cortas de cualquier genero, como el Lazarillo de Tormes, El viejo y el mar, El extranjero. En los ultimos años, al borde de los cincuenta, se habia sumergido a fondo en las novelas sobrenaturales.

Dr acula le habia fascinado desde el principio, pero aquella tarde sucumbio al trueno continuo del ventilador colgado del cielo raso, y se quedo dormida con el libro en el pecho. Desperto dos horas despues en las tinieblas, sudando a mares, de mal humor y sorda de hambre.

No era una excepci on en su rutina de años. El bar del hotel estaba abierto hasta las diez de la noche, y varias veces habia bajado a comer cualquier cosa antes de dormir. Noto que habia mas clientes que de costumbre a esa hora, y el mesero no le parecio el mismo de antes. Ordeno para no equivocarse un sandwich de jamon y queso con pan tostado, y cafe con leche. Mientras se lo llevaban se dio cuenta de que estaba rodeada por los mismos clientes mayores de cuando el hotel era el unico, o de escasos recursos, como ella. Una niña mulata cantaba boleros de moda, y el mismo Agustin Romero, ya viejo y ciego, la acompañaba bien y con amor en el mismo piano de media cola de la fiesta inaugural.

Termin o deprisa, abrumada por la humillacion de comer sola, pero se sintio bien con la musica, que era suave y tierna, y la niña sabia cantar. Cuando volvio en si solo quedaban tres parejas en mesas dispersas, y justo frente a ella, un hombre distinto que no habia visto entrar. Vestia de lino blanco, como en los tiempos de su padre, con el cabello metalico y el bigote de mosquetero terminado en puntas. Tenia en la mesa una botella de aguardiente y una copa a la mitad, y parecia estar solo en el mundo.

El piano inici o el Claro de luna de Debussy en un buen arreglo para bolero, y la niña mulata la canto con amor. Conmovida, Ana Magdalena pidio una ginebra con hielo y soda, el unico alcohol que se permitia de vez en cuando, y lo sobrellevaba bien. Habia aprendido a disfrutarlo a solas con su esposo, un alegre bebedor social que la trataba con la cortesia y la complicidad de un amante secreto.

El mundo cambi o desde el primer sorbo. Se sintio bien, picara, alegre, capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la musica con el alcohol. Pensaba que el hombre de la mesa de enfrente no la habia mirado, pero cuando ella lo miro por segunda vez despues del primer sorbo de ginebra, lo sorprendio mirandola. Él se ruborizo. Ella, en cambio, le sostuvo la mirada mientras el miro el reloj de leontina, lo guardo impaciente, miro hacia la puerta, se sirvio otro vaso, ofuscado, porque ya era consciente de que ella lo miraba sin clemencia. Entonces la miro de frente. Ella le sonrio sin reservas, y el la saludo con una leve inclinacion de cabeza. Entonces ella se levanto, fue hasta su mesa y lo asalto con una estocada de hombre.

- ¿Puedo invitarlo a un trago?

El hombre se resquebraj o.

- Seria un honor -dijo.

- Me bastaria con que fuera un placer -dijo ella.

No hab ia terminado cuando ya estaba sentada a la mesa, y sirvio un trago en la copa de el, y otro para ella. Lo hizo con tanta habilidad, y tan buen estilo, que el no acerto a quitarle la botella para impedir que se sirviera ella misma. Salud, dijo ella. Él se puso a tono, y ambos se tomaron la copa de un golpe. Él se atraganto, tosio con sobresaltos de todo el cuerpo y quedo bañado en lagrimas. Saco el pañuelo intachable con un vaho de agua de lavanda, y la miro a traves del llanto. Ambos guardaron un largo silencio hasta que el se seco con el pañuelo y recobro la voz. Ella se atrevio a sentar plaza con una pregunta:

- ¿Esta seguro que no vendra nadie?

- No -dijo el sin ninguna logica-. Era un asunto de negocios, pero ya no llegara.

Ella pregunt o con una expresion de incredulidad calculada: ¿Negocios? Él le respondio como hombre para que no le creyera: Ya no estoy para nada mas. Y ella, con una vulgaridad que no era suya, pero bien calculada, lo remato:

- Sera en su casa.

Sigui o pastoreandolo con su tacto fino. Jugo a adivinarle la edad, y se equivoco por un año de mas: cuarenta y seis. Jugo a descubrir su pais de origen por el acento, pero no acerto en tres tentativas. Probo a adivinar la profesion, pero el se apresuro a decirle que era ingeniero civil, y ella sospecho que era una artimaña para impedir que llegara a la verdad.

Hablaron sobre la audacia de convertir en bolero una pieza sagrada de Debussy, pero el no lo habia advertido. Sin duda, se dio cuenta de que ella sabia de musica y el no habia pasado del Danubio azul. Ella le conto que estaba leyendo Dracula. Él solo lo habia leido de niño en una version infantil, y seguia impresionado con la idea de que el conde desembarcara en Londres transformado en perro. En el segundo trago ella sintio que el aguardiente se habia encontrado con la ginebra en alguna parte de su corazon, y tuvo que concentrarse para no perder la cabeza. La musica se acabo a las once, y solo esperaban que ellos se fueran para cerrar.

A esa hora ella lo conoc ia ya como si hubiera vivido con el desde siempre. Sabia que era aseado, impecable en el vestir, con unas manos mudas agravadas por el esmalte natural de las uñas. Se dio cuenta de que estaba cohibido por los grandes ojos amarillos que ella no aparto de los suyos, y que era un hombre bueno y cobarde. Se sintio con el dominio suficiente para dar el paso que no se le habia ocurrido ni en sueños en toda su vida, y lo dio sin misterios:

- ¿Subimos?

É l dijo con una humildad ambigua:

- No vivo aqui.

Pero ella no esper o siquiera que terminara de decirlo. Se levanto, sacudio apenas la cabeza para dominar el alcohol, y sus ojos radiantes resplandecieron.

- Yo subo primero mientras usted paga, le dijo. Segundo piso, numero 203, a la derecha de la escalera. No toque, empuje nada mas.

Subi o a la habitacion arrastrada por un dulce desasosiego que no habia vuelto a sentir desde su ultima noche de virgen. Encendio el ventilador del techo, pero no la luz; se desnudo en la oscuridad sin detenerse, y dejo el reguero de ropa en el suelo desde la puerta hasta el baño. Cuando encendio la lampara del tocador tuvo que cerrar los ojos y aspirar hondo con un esfuerzo para regular la respiracion y controlar el temblor de las manos. Se lavo a toda prisa: el sexo, las axilas, los dedos de los pies macerados por el caucho de los zapatos, pues, a pesar de los terribles sudores de la tarde, no habia pensado bañarse hasta la hora de dormir. Sin tiempo de cepillarse los dientes, se puso en la lengua una pizca de pasta dentifrica, y volvio al cuarto, iluminado apenas por la luz oblicua del tocador.

No esper o a que su invitado empujara la puerta, sino que la abrio desde dentro cuando lo sintio llegar. Él se asusto: ¡Ay, mi madre! Pero ella no le dio tiempo de mas en la oscuridad. Le quito la chaqueta a zarpazos energicos, le quito la corbata, la camisa, y fue tirando todo en el suelo por encima de su hombro. A medida que lo hacia, el aire se iba impregnando de un fuerte olor de agua de lavanda. Él trato de ayudarla al principio, pero ella se lo impidio con su audacia y su autoridad. Cuando lo tuvo desnudo hasta la cintura, lo sento en la cama y se arrodillo para quitarle los zapatos y las medias. Él se solto al mismo tiempo la hebilla del cinturon de modo que a ella le basto con jalar los pantalones para quitarselos, sin que ninguno de los dos se preocupara por el reguero de llaves y el puñado de billetes y monedas que cayeron en el suelo. Por ultimo, lo ayudo a sacarse el calzoncillo a lo largo de las piernas, y se dio cuenta de que no era tan bien servido como su esposo, que era el unico que ella conocia, pero estaba sereno y enarbolado.

No le dej o ninguna iniciativa. Se acaballo sobre el hasta el alma y lo devoro para ella y sin pensar en el, hasta que ambos quedaron exhaustos en un caldo de sudor. Permanecio encima, luchando a solas contra las primeras dudas de su conciencia bajo el chorro caliente y el ruido sofocante del ventilador, hasta que se dio cuenta de que el no respiraba bien, abierto en cruz bajo el peso de su cuerpo. Entonces descabalgo y se tendio bocarriba a su lado. Él permanecio inmovil hasta que pudo preguntar con el primer aliento:

- ¿Por que yo?

- Me parecio muy hombre -dijo ella.

- Viniendo de una mujer como usted -dijo el- es un honor.

- Ah -bromeo ella-. ¿No fue un placer?

É l no contesto y ambos yacieron pendientes de los ruidos de la noche. El cuarto era sedante en la penumbra de la laguna. Se oyo un aleteo cercano.

É l pregunto: ¿Que es eso? Ella le hablo de los habitos de las garzas en la noche. Al cabo de una hora larga de susurros banales, ella empezo a explorar con los dedos, muy despacio, desde el pecho hasta el bajo vientre.

Lo explor o despues con el tacto de sus pies a lo largo de las piernas, y comprobo que todo el estaba cubierto por un vello rizado y tierno que le recordo la hierba en abril. Luego empezo a provocarlo con besos tiernos en las orejas y en el cuello, y se besaron por primera vez en los labios.

Entonces el se le revelo como un amante exquisito que la elevo sin prisa hasta el mas alto grado de ebullicion. Ella se sorprendio de que unas manos tan primarias fueran capaces de tanta ternura. Pero cuando el trato de inducirla al modo convencional del misionero, ella se resistio, temerosa de que se estropeara el prodigio de la primera vez. Sin embargo, el se le impuso con firmeza, la manejo a su gusto y manera, y la hizo feliz.

Hab ian dado las dos cuando la desperto un trueno que sacudio los estribos de la casa, y el viento forzo el pestillo de la ventana. Se apresuro a cerrarla, y en el mediodia instantaneo de otro relampago vio la laguna encrespada, y a traves de la lluvia vio la luna inmensa en el horizonte y las garzas azules aleteando sin aire en la borrasca.

De regreso a la cama se le enredaron los pies en la ropa de ambos. Dej o la suya en el suelo para recogerla despues, y colgo la chaqueta de el en la silla, colgo encima la camisa y la corbata, doblo los pantalones con cuidado para no arrugarles la linea, y le puso encima las llaves, la navaja y el dinero que se le habian caido de los bolsillos. El aire del cuarto se refrescaba por la tormenta, asi que se puso el camison rosado de una seda tan pura que le erizo la piel. El hombre, dormido de costado y con las piernas encogidas, le parecio un huerfano enorme, y no pudo resistir una rafaga de compasion. Se acosto a sus espaldas, lo abrazo por la cintura, y el vaho amoniacal de su cuerpo ensopado de sudor le llego al alma. Él solto un resuello aspero y empezo a roncar. Ella se adurmio apenas, y desperto en el vacio del ventilador electrico cuando se fue la luz y el cuarto quedo en la fosforescencia verde de la laguna. Él roncaba entonces con un silbido continuo. Ella empezo a teclear en sus espaldas con la punta de los dedos por simple travesura. Él dejo de roncar con un sobresalto abrupto y su animal exhausto empezo a revivir. Ella lo abandono por un instante y se quito de un tiron la camisa de noche. Pero cuando volvio a el fueron inutiles sus artes, pues se dio cuenta de que se hacia el dormido para no arriesgarse por tercera vez. Asi que se aparto hasta el otro lado de la cama, volvio a ponerse la camisa y se durmio a fondo de espaldas al mundo.

Su horario natural la despert o al amanecer. Yacio un instante divagando con los ojos cerrados, sin atreverse a admitir el latido de dolor de sus sienes ni el mal sabor de cobre en la boca, por el desasosiego de que algo ignoto la esperaba en la vida real. Por el ruido del ventilador se dio cuenta de que habia vuelto la luz y la alcoba era ya visible por el alba de la laguna.

De pronto, como el rayo de la muerte, la fulmin o la conciencia brutal de que habia fornicado y dormido por la primera vez en su vida con un hombre que no era el suyo. Se volvio a mirarlo asustada por encima del hombro, y no estaba. Tampoco estaba en el baño. Encendio las luces generales y vio que no estaba la ropa de el, y en cambio la suya, que habia tirado por el suelo, estaba doblada y puesta casi con amor en la silla. Hasta entonces no se habia dado cuenta de que no sabia nada de el, ni siquiera el nombre, y lo unico que le quedaba de su noche loca era un tenue olor de lavanda en el aire purificado por la borrasca. Solo cuando cogio el libro de la mesa de noche para guardarlo en el maletin se dio cuenta de que el le habia dejado entre sus paginas de horror un billete de a veinte dolares.

Milagros Legay NetJoven

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